Una oportunidad para renacer
Ella creía que le amaba, pero solo era un espejismo más entre toda su irrealidad, se pasaba los días creyendo historias que salían de sus labios, inventando mil excusas para los desencuentros o simplemente evitando hablar del tema. Creía que así era feliz!
Ella era Hanna, una chica incrédula que vivía en un pequeño apartamento que arrendaba en un barrio céntrico.
Trabajaba en la biblioteca nacional y su vida giraba en torno a libros y a su amor por Steven, un chico que había conocido en la cafetería frente a la biblioteca, llevaban saliendo un año, a veces desaparecía sin dar explicaciones y ella perdonaba y callaba.
Siempre estaba solícita para lo que él decidiera y quería, sin hacer preguntas y aunque eso significara que ella tenía que hacer malabares para ordenar sus cosas y salir.
Un día, entre las prisas por que llegaba tarde a la cita, miró sin cruzar y recibió un golpe que la envió al hospital, le dieron diez puntos de sutura.
Llamó a Steven para contarle lo sucedido y que pasara por ella al hospital, pero su respuesta fue:
- Te coges un taxi! que yo ya estoy con los chicos entrando al cine
Tras las magulladuras y su dignidad por el suelo, salió del hospital cabizbaja, mientras sus lágrimas rodaban por sus mejillas y su cabello revoloteaba con el viento.
Sus pasos cortos sin un destino, se deslizaban por la calzada y en su cabeza girando mil fotogramas que se remontaban un año atrás, donde se veía siempre sola al final de la escena, no importaba el lugar ni el momento, el final se repetía la misma historia, ella y su soledad.
Sin saber como, llegó a casa, donde el silencio le esperaba, se desnudó y metió a la cama, queriendo conciliar el sueño, pero al parecer, éste también la había abandonado.
No podía salir de casa ese fin de semana, el dolor se lo impedía.
Lloró hasta que sus ojos se secaron, gritó su rabia a los cuatro vientos y tras desahogarse tirando todo a su paso, cayó exhausta entre los libros, ropas y cosas del suelo.
Así pasó todo el sábado, sin tener ánimos ni de respirar y sin tener ni una sola llamada de Steven ni mensajes ni nada, era como si no existiera.
El domingo, al ver su rostro demacrado, que parecía una fea mueca reflejaba en el espejo, hubo algo muy dentro de ella que la empujó a poner música y comenzar lentamente a ordenar su casa, tras varias horas de extrema limpieza y orden, se dio una ducha y se puso al ordenador, había decidido cambiar de número de teléfono, cerradura de casa y dar un nuevo giro a su vida.
El lunes muy temprano se levantó, llamó al trabajo para decir que no llegaría hasta la tarde y se dispuso hacer los cambios que se había propuesto, tras los pequeños detalles se fue de compras dejando atrás por completo su estilo habitual, además de un nuevo look en su cabello.
Al entrar a la cafetería donde sabía encontraría a Steven, se dirigió sin mirar al mostrador, conociéndole tan bien, sabía que él sería quien se acercaría.
Se sentía imponente, con un falda ajustada negra, una blusa blanca que dejaba al descubierto su espalda y su escote muy pronunciado y zapatos de tacón.
Estaba ya pidiendo su café, cuando a su espalda oyó:
- "los ángeles deben tener día libre, por que tengo uno frente a mi", era Steven.
- Y las puertas de los idiotas abiertas, por que te han dejado salir, le dijo volviéndose hacia él.
Atónito, no supo como reaccionar
Hanna, con paso firme se dirigió a la puerta, él la detuvo del brazo
- Jamás, dijo Hanna, óyelo bien, jamás vuelvas a tocarme, solo una vez pedí tu ayuda y no la obtuve, así que olvídate de mi. Y salió de la cafetería sin mirar atrás.
Fue desde ese momento que Hanna comenzó a disfrutar su vida, reanudó las amistadas que había dejado de lado por culpa de Steven y descubrió todo aquello que se había negado.
Quedaban los fines de semana para ir a bailar, ahí conoció a Luka un chico estupendo con el que congeniaron mucho.
Tras muchas semanas, comenzaron a salir y con él los meses con Steven iban pareciendo una vaga pesadilla, que se difuminaba con el tiempo.
Hanna ahora se daba cuenta, que hoy si era feliz, que en Luka estaba su felicidad, que ese accidente había servido para darse cuenta que nunca hay que anteponer a nadie antes que uno mismo, por que cuando eso se hace se puede caer en un foso donde es difícil salir.
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